El maratón de San Quintín no tiene demasiadas reglas, más allá de las 105 vueltas que hay que dar al patio de la prisión para completar una distancia lo más aproximada posible a los míticos 42 kilómetros y 195 metros de una de las pruebas reinas del atletismo. Hay que hacer seis giros de noventa grados, pasar por la lavandería, por los urinarios al aire libre y alternar tramos de tierra con asfalto hasta romper una cinta roja que sujetan dos reclusos. No hay un día fijo para su celebración, como sucede con los grandes maratones mundiales, que tienen reservadas de por vida su fecha.
Un maratoniano sabe que el primer domingo de noviembre se corre Nueva York. San Quintín es un misterio. Depende del momento de conflictividad de la población reclusa o del día que, aleatoriamente, ofrezcan las autoridades del penal. Suele ser en noviembre pero el año pasado se corrió en enero. Lo que parece seguro es que hará calor, ya que San Quintín está ubicado en la bahía de San Francisco, en California. Es la prisión más grande del estado.
Las pocas reglas que se establecen atañen más a los invitados que a los propios reclusos. De vez en cuando, se autoriza la entrada a los medios de comunicación para dar cuenta del evento. Incluso se realizó un documental, 26.2 to life -42 km hacia la vida- en el que se narraba la historia de los corredores de la prisión durante un año. Los invitados deben evitar las ropas blancas o grises, que les confundan con los prisioneros, y desde luego, seguir la rutina en caso de alarma: sentarse y permanecer inmóviles. Será la única manera de evitar que puedan ser abatidos desde las torres de vigilancia.
De hecho, en 2015, el maratón se detuvo cuatro veces por el sonido inconfundible de la sirena. Markelle Taylor, conocido también como la Gacela de San Quintín, posee el récord de la carrera -3 horas 16 minutos- habiendo sido víctima de uno de esos parones. En 2018, cuando era líder en la vueltta 104, se vió obligado a arrodillarse durante un minuto y medio por culpa del sonido de la alarma. De no ser por esta circunstancia, habría bajado de la barrera de las 3h15’. Algo que, como curiosidad, le hubiera permitido clasificarse para el maratón de Boston en la vida civil.
Todo comenzó en 2005, cuando las autoridades de la prisión contactaron con Frank Ruona, un reputado entrenador de atletismo, con más de 70 maratones de experiencia y trabajo en uno de los clubes exclusivos de la ciudad de Tampa, cerca del penal. Le pidieron que pusiera en marcha un programa de rehabilitación que ayudara a los reclusos dentro de los muros y, en su día, cuando accedieran a la libertad, fuera de ellos.
Con 2,2 millones de hombres, mujeres y jóvenes tras las rejas, Estados Unidos encarcela a más personas que en cualquier parte del mundo. Pero también los suelta: aproximadamente el 90% obtiene la libertad. Sin embargo, con poco o ningún apoyo después de su liberación, el 76,6% son arrestados nuevamente dentro de los cinco años siguientes. De ahí la importancia de una reinserción que empieza dentro de la propia prisión.
Frank Kuona no lo tuvo fácil. De entrada, no obtuvo respuestas de ninguno de sus colegas en el club de atletismo. Así que dedicidió hacerlo solo. Dentro de la cárcel, para acceder a las instalaciones con un régimen de vigilancia más laxo que en el resto de San Quintín hay que llevar cumplidos un determinado número de años y ser un preso de confianza. Al patio no sale cualquiera. Eso no desanimó a Frank Ruona y creó el Club de las 1.000 millas, el grupo de reclusos que participarían en su programa de atletismo. Actualmente, lo forman poco más de treinta presos porque no es fácil dar con quienes cumplan los requisitos legales dentro de la prisión.
Así surgió la idea de crear el maratón de San Quintín. Una prueba que en su primer año tuvo un solo finalista porque muchos de los corredores fueron quedándose por el camino. Hoy, cada vez son más los reclusos que lo acaban, aunque el gran sueño de Ruona es llegar a los 20 finalistas. La empatía del entrenador con los presos es clave. Veterano en Vietnam, curtido en muchas batallas en sus lides profesionales, Ruona tiene una máxima: jamás pregunta a los corredores qué han hecho, por qué están en San Quintín.
Es consciente de que está tratando con tipos que tienen encima una condena de cadena perpetua, con asesinos y delincuentes de todo pelaje y condición, pero jamás les pregunta por sus delitos. Eso le ha granjeado una buena fama y mantiene el trato y el contacto con aquellos que obtienen la libertad. Incluso para él y para otros entrenadores que le acompañan hay una regla: tienen que ir vestidos de negro. Ya saben, las torretas de seguridad. Nadie va a preguntar antes de disparar y los tiradores necesitan distinguir a los presos del resto de personal. El código es tan estricto que los días de niebla se suspenden los entrenamientos. En las torres necesitan visibilidad.
Casi todas las declaraciones que han recogido estos años los medios estadounidenses están cortadas por el mismo patrón. Los presos que corren se imaginan que lo hacen fuera de San Quintín. Que corren en las calles, en Nueva York, en Boston… La carrera es un momento de libertad y les mantiene conectados con lo que intuyen que hay detrás de los muros.
Tommy Wickerd, quien a sus 49 años cumple una década de una condena de 57 años, asegura que “correr me mantiene fuera de la prisión”. Chris Scull, otro preso, piensa de manera muy similar: “Correr me transporta fuera de la prisión y en esos ratos corriendo pienso que sólo soy otro miembro de la sociedad”.
Bret Ownbey lleva 17 años en San Quintín: “Correr me ha enseñado a establecer metas y alcanzarlas. Cuando estoy en la pista, estoy en el presente. No soy solo un prisionero. Soy humano”.
Estas palabras no distan mucho de lo que piensan el resto de colegas y eso es lo que motiva que muchos de los presos que son meros espectadores del maratón se unan al Club de las 1.000 millas y piensen en correr al año siguiente. Tienen hasta el mes de abril para pensárselo. Entonces, aparecerá Frank Ruona, con su uniforme negro, y hará la lista de quienes quieran empezar las sesiones de entrenamiento que les llevarán a dar las 105 vueltas al patio. O a Nueva York O Boston. O allá donde les lleve su imaginación fuera de los muros.
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